Soy Elvira Alvarado, hoy vi en el Facebook que una mujer amazónica, es presidenta de la Asamblea Nacional. Entonces recordé mi historia con las mujeres Kiwcha de mi comunidad. Existen tantas historias detrás del término “Mujer Amazónica”. En mi caso hay un camino largo y lleno de problemas sociales, ambientales y económicos. Una historia de pobreza, logros y esperanza.
Yo fui presidenta de la Asociación Mujeres Amazónicas fundada en 1996. Mujeres Amazónicas era un colectivo de la provincia de Napo, que hasta el año 2006 luchamos por el derecho de las mujeres a la propiedad y al territorio, pero perdimos en contra del machismo de los hombres de nuestra comunidad, de las organizaciones indígenas y de un Estado misógino y racista.
¿Se sorprenden cuando digo que las organizaciones indígenas son machistas? Eso es un secreto a voces que nadie quiere contar porque “no es el principal problema de las comunidades indígenas”. Eso vengo escuchando desde que comencé a organizar a las mujeres de mi comunidad y hasta ahora. La verdad, yo creo que la violencia contra la mujeres en las comunidades Kiwchas es el principal problema.
Yo tuve doce hermanos y hermanas. Crecimos en una comunidad Kiwcha. Mi padre, al igual que todos los hombres de las comunidades Kiwchas, heredó la tierra de su padre y como tal él le dejó a su hijo mayor, mi hermano Juan. Mi madre, que bajo la misma tradición no recibió derechos al uso del territorio en su comunidad, una vez que su marido (mi padre) murió quedó sin nada. Mi hermano mayor por supuesto no dividió la tierra entre las mujeres bajo el discurso que “ustedes se casarán e irán a vivir con sus maridos”. Así mis hermanas, mi mamá y yo nos quedamos sin derechos sobre las tierras en donde crecimos.
Sin mayores oportunidades salí a Guayaquil cuando tenía 13 años, gracias a la ayuda de una profesora. No tenía que vestir y poco faltaba para no tener que comer. Trabajé en una casa de familia por tres meses. Luego Quito. Iba y venía de la capital hasta que cumplí 20 años. Entonces mis hermanas y yo decidimos salir del oriente. Yo no me quería casar. Y si me quedaba no había más que hacer. En Quito, trabajé en casas y terminé de estudiar el colegio.
En una de esas casas, conocí a una Socióloga que me empujó a capacitarme en temas de género y asociatividad. Para mí fue una nueva verdad. Era el año 2000 y decidí organizar a las mujeres de mi comunidad. Los hombres no querían que ellas supieran nada de hacer trámites en El Coca. Decían que solo las prostitutas salían de sus casas. Que las mujeres no debían salir porque aprendían malos pasos. Pero ellos si salían a jugar futbol y a beber en el pueblo. También salían a la ciudad a gestionar con las autoridades.
Las mujeres si querían organizarse, era por sobrevivencia, por nada más. El poco dinero que los hombres generaban por la venta de algunos productos en la ciudad, terminaban invertido en la compra de licor. Hombres borrachos y mujeres golpeadas era la vida de los domingos de fútbol. Por eso las mujeres querían ir a gestionar y conseguir cosas para mejorar la vida. Pero la mayoría no contaba con propiedad y todas las autoridades pedían que solicitara el dueño del terreno o el presidente de la comunidad. Todos hombres. Y ellos pedían canchas de fútbol. Por eso Orellana y Napo están llenas de canchas de fútbol.
Estábamos cansadas. Por eso decidimos crear una Asociación para reclamar un pedazo de tierra comunitaria a nombre de nosotras, las mujeres. Y así tener acceso a obras para las mujeres. No canchas de futbol. Queríamos tener una mejor casa y un proyecto de turismo. No teníamos dinero así que comenzamos con nuestros propios recursos a viajar al Coca. Y luego a Quito. Yo trabajaba una temporada en Quito y con lo que sacaba me iba nuevamente a la comunidad. De igual manera, las otras compañeras ahorraban 10 o 20 dólares. Ya habíamos cambiado a los dólares en ese tiempo.
En cierta ocasión el presidente de la comunidad con engaños recolectó 10 dólares de las mujeres diciéndoles que yo necesitaba para un trámite en Quito. Cuando llegué a la comunidad las compañeras me pedían cuentas, así que yo tuve que defenderme ante las mentiras del presidente. Él quería vernos fracasar. Tenía envidia y ponía a los hombres en contra. Por suerte yo había gestionado cuadernos, lápices y unas calculadoras para las compañeras y les entregué para que anotarán los gastos de la Asociación y cualquier idea que tuvieran. Cuando se dieron cuenta que yo gestionaba con las autoridades dejaron de creer en el Presidente.
Con otras compañeras nos ingeniamos para hacer escritos en computadora. Luego de muchos oficios entregados y cuatro años de continua lucha, tuvimos por fin una respuesta positiva. Nos ayudó mi amiga, la socióloga en Quito a hacer un proyecto.
El proyecto que hicimos fue para poner un aserradero comunitario y hacer un plan de manejo turístico. Este fue aprobado por el PRODEPINE. Nos sentimos felices. Esa sería la oportunidad para consolidar lo que aspirábamos tener: una casa decente y cabañas para turistas. Finalmente, todo parecía funcionar, hasta los hombres reconocían el esfuerzo y su actitud era diferente. La señora alcaldesa del Coca, Ana Rivas, también nos ayudó con los topógrafos para medir el territorio comunitario para las mujeres amazónicas. Teníamos delimitada las zonas de protección, manejo y de comunidad. Era un sueño.
Con el primer desembolso compramos maquinas según la planificación. Para el segundo desembolso me llamaron a Quito a las oficinas de la institución y me dijeron que firmara el cheque y que volviera en una semana. Y lo hice, ese fue mi error. Una semana después y con todas las esperanzas de 50 socias llegué a la oficina de PRODEPINE en donde me dieron la noticia que el cheque no estaba ahí. De alguna manera que no entiendo hasta ahora, el cheque del proyecto fue a parar a las oficinas de la FECONAIE en la ciudad del Coca, frente al hotel La Misión. No sé si siguen siendo ahí sus oficinas.
Lloré todo el camino de regreso al Coca. Fui a hablar con el presidente de FECONAIE; el cual, me dijo “¿Cómo así sin permiso ustedes mujeres hacen algo en mi territorio?
Para darme el cheque, el presidente, el tesorero y vocal, todos hombres, me pedían trabajar de secretaria, sin sueldo, dos años en las oficinas. No acepté era ridículo. No sé si el cheque fue cobrado porque estaba a mi nombre. Lo que sé es que no nos dieron el dinero.
En comisión con otras tres mujeres de la comunidad, casi sin recursos, viajamos a Quito a hablar con el diputado de nuestra provincia. Eso fue otro error grande. Él nos pidió la mitad del dinero del cheque para poder gestionar en PRODEPINE o en la FECONAIE y hacer que nos devuelvan el dinero. Nos hizo que le pagáramos el taxi con el poco dinero que teníamos. Al final no aceptamos sus condiciones. Una señorita que estaba escuchando el problema nos envió a las oficinas de otro Diputado.
Era el Dr. César Buelva Yasaca de la provincia de Cotopaxi, aunque no era de nuestra provincia, al explicarle el problema nos ayudó. Como nos vio en malas condiciones nos llevó en su auto a comer. Una de las compañeras tenía a su bebé en brazos y nos permitió descansar en su oficina. Él nos acompañó a hablar con la persona de PRODEPINE pero lamentablemente no se podía hacer nada. "Hablen con la FECONAIE" dijo la funcionaria. Nunca me olvidaré del Dr. Buelva porque nos tendió la mano sin ser de nuestra provincia. Tampoco me olvidaré del PRODEPINE que entregó ese cheque.
Al volver a la comunidad la organización de mujeres tambaleó. Sin el proyecto ya no teníamos un acuerdo con los hombres para los terrenos. Las ayudas gestionadas se repartieron entre las socias y nos llenamos de desanimo. Ahí terminó nuestro proyecto.
Mi última esperanza era terminar la gestión en el INDA o IERAC, no me acuerdo. El encargado de la oficina de Orellana nos dijo que no daría el permiso de adjudicar terrenos a mujeres. No miento. Indignada pedí la ayuda una vez más de la Lic. Anita Rivas y con ella fuimos a pedir la reconsideración del Director. En la cara de la Alcaldesa, el funcionario le dijo: “a mujeres no les vamos a dar tierra indígena, tienen que venir con los maridos”. Le dije que no estaba casada a lo que me respondió “Entonces cásese”. Trámites similares eran aprobados a otras comunidades.
Los hombres de la comunidad vendieron esas tierras que eran para las Mujeres Amazónicas, que nosotras queríamos proteger. Las vendieron en 5.000 dólares a un señor. Cien hectáreas a 50 dólares cada hectárea. Sin escrituras y sin nada. El “dueño” un "aguallacta" se encargó de deforestar una parte para ganadería. En la actualidad existen invasiones en estas tierras. Además, que las petroleras ingresaron con el para hacer la sísmica.
Ahora, yo tengo una hija y no quiero saber nada más. Sigo trabajando en Quito y espero terminar la universidad en la Salesiana, aunque no soy tan joven como cuando esta historia sucedió. Son casi veinte años. Y esta es la historia mía de una mujer amazónica. Yo decidí quedarme en Quito donde existen otros problemas de discriminación muy fuertes, pero donde espero que mi hija pueda estudiar y tener mejores oportunidades.
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